Estás ahí, atraviesas la ciudad entre nosotros. Todos intuimos tu carácter irrefutable. Por estrafalario que luzcas, eres la justificación de nuestra existencia como ciudad. Lo aprendimos en los libros de primaria: el sentido común dicta que las ciudades se planten donde hay agua, cerca de un río. Caracas existe gracias a que ya estabas. Aún así, parece que preferimos no verte, no olerte. No pensarte. No nombrarte. Como si fueses una mala palabra, un pecado oculto, un mal presagio. Solo por momentos, cuando tu imagen refleja los brillos dorados del sol de la tarde caraqueña, pareces hacerte digno ante la mirada de tus habitantes. Un halo de belleza, de dorados reflejos, encubren lo que fluye a través de ti. Casi pareces el río que alguna vez Manuel Cabré se permitió pintar en primer plano, quizás porque la montaña de sus obsesiones estaba garantizada como telón de fondo. Sensible testimonio que revela la conexión entre estos dos hitos geográficos cuyo vínculo terminó vetado por la ciudad que se explaya entre ambos. El retrato de ese momento habla de una conexión tan orgánica como necesaria y posible. La memoria urbana susurra en voz baja momentos felices en tus aguas. La gente se bañaba, pescaba, extraía arena, lavaba en el Guaire. No es metáfora: con la fuerza de tus aguas se iluminaba Caracas.
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Manifiesto al Río Guaire - Cheo Carvajal