“No debe lavarse en estas agua ropa” Quehacer doméstico en Caracas

El 2 de enero de 1800, Alejandro de Humboldt subió a la Silla de Caracas junto con Aimé Bonpland y Andrés Bello. El reconocido naturalista dibujaba, observaba y anotaba con afán. “La provincia de Caracas es uno de los países más bellos y ricos en producciones naturales, que se han conocido en ambos mundos”, afirmaría. Caracas era un valle quebradizo, rodeado de montañas, bañado por ríos y con una flora y fauna únicas. 

En sus Viajes a las regiones equinocciales del Nuevo Mundo escribe: “la Plaza Mayor está a 32 toesas por encima del río Guaire, en la Noria. Este declive del terreno no impide que rueden los carruajes por la ciudad, aunque sus habitantes hacen raramente de ellos”. 

Describe la riqueza hídrica del valle y los hábitos culturales de la sociedad caraqueña: “Tres riachuelos que bajan de las montañas, el Anauco, el Catuche y el Caruata atraviesan la ciudad, dirigiéndose de Norte a Sur: están ellos encajonados…Beben en Caracas el agua del río Catuche; pero las personas acomodadas hacen traer el agua de El Valle, villa situada a una legua del Sur”.

Dos detalles resaltan de estos pasajes: primero, el encajonamiento natural y el difícil acceso a los ríos de la ciudad; y dos, la calidad del agua del Catuche, que desde 1675 había sido el principal afluente para el uso doméstico de la población. 

Esto abre varias interrogantes de indudable actualidad. ¿De cuáles ríos se podía beber y lavar? ¿Quiénes podían pagar mensualmente por el agua? ¿Cuántas pilas públicas existían? Recorramos la historia de nuestros ríos; y con ella, la vida cotidiana de nuestros ancestros.  


El agua escasea para la mayoría

Las aguas de las quebradas y ríos en Caracas han sido, históricamente, mal administradas. Hasta bien entrado el siglo XVIII, a pesar de la construcción de dos acueductos al norte de ciudad, el nivel de las aguas de los principales afluentes disminuía. Todo apuntaba hacia una política de conservación urgente porque la mancha urbana crecía y rápido.

El Cabildo de Caracas, en 1773, encargó al sargento Andrés Vázquez Andrade como “celador de montes y aguas”. El objetivo era vigilar cada semana los niveles del agua en las cabeceras del Catuche, Caroata y Anauco, impedir cortes de leña y madera “que en ello hacen algunas personas, contraviniendo a las ordenanzas del buen gobierno, con facultad de aprehenderlas, tomándole bestias, cargas e instrumentos con que hiciesen semejantes cortes”.

En 1806, la situación se agravaría. Según el Cabildo se prohibía sacar “leña, madera, carrizo, yerma, ramos ni otras cosas por ningún fin de los ríos Catuche, Anauco, Sanchorquiz y Caroata. No debe lavarse en estas aguas ropa, bañarse, introducir bestias, ni en sus orillas quemar sábanas o potreros, bajo penas de multas y azotes”. Las autoridades municipales ahondarán estas medidas para la “conservación, pureza, dirección y distribución de aguas de la ciudad” en la primera década de la guerra de independencia. 

Lavanderas en el Río Anauco. El Cojo Ilustrado. 1 de julio de 1895|


“Entra todo lo que los vientos quieren”

En 1843, el diplomático Miguel María Lisboa no dejó escapar la importancia que tuvo el río Catuche para el abastecimiento de agua en Caracas.

 “Los caraqueños beben el agua del río Catuche, recogida en un depósito que hay cerca de la entrada de la población, en el camino de La Guaira, hacia la sierra; es distribuida después por conductos de barros cocido por las varias fuentes públicas de la ciudad y por las casas particulares”. 

    Solo los vecinos “particulares”, es decir, la élite social de la ciudad, podía pagar mensualmente el costo elevado del vital líquido. En la resolución de 1834, emitida por la Diputación Provincial de Caracas, se estipula el cobro de “10 pesos pagaderos por semestres anticipados” por el servicio de agua limpia.

El viajero portugués agrega otros detalles claves: 

    “El agua del Catuche, sin embargo, tal vez porque pierde su pureza al tener que pasar por un largo acueducto y estar expuesta al sol en un depósito abierto en donde, con los rayos salutíferos del astro bienhechor, entra todo lo que los vientos quieren, no es tan buena como la que se recoge en los arroyos de la sierra y en Anauco; por eso, los ciudadanos de la capital, suelen filtrarla. Dicen los caraqueños el siguiente proverbio: ‘El que bebe de Catuche vuelve a Caracas’; un centenar de veces me repitieron este refrán a propósito de mi esperado regreso a Venezuela”. 

    Décadas atrás, en 1811, el médico y polemista José Domingo Díaz denunció el mal estado de las acequias de Caracas por ser un factor de enfermedades letales. 


Catuche en la mira

Pese que, en 1843, el Consejo Municipal de la ciudad construyó —más arriba de la que ya existía en la esquina de Las Mercedes— un almacén en forma ovalada para suministrar agua a los edificios públicos, la escasez del vital líquido y su potabilidad seguía siendo un dolor de cabeza. 

En la misma década, Pedro Núñez de Cáceres reflexionó sobre la carestía de pilas para realizar las labores domésticas en Caracas: “Una casa de familia necesita de cuatro a seis barriles de agua para beber, cocinar y los demás menesteres, y eso usándola con economía y parsimonia, pues si se bañan, el gasto entonces es mayor”, puntualiza. Era necesario tener un capital de por “lo menos quinientos o mil pesos para proporcionarse agua, y no muy aseada, en ocasiones inmunda, y muchos meses tan limitada que en la hora del almuerzo aún no ha podido conseguirse”. 

La planificación hídrica de todos los acueductos y fuentes públicas aun era tarea pendiente; también faltaba además un programa sostenible de higiene y sanidad. Pero entendámoslo: era Venezuela una república frágil conmocionada por los terrores del caudillismo político y social.


Filtrar el agua del Catuche

Núñez sigue describiendo el problema de la potabilidad del Catuche: “Estas cañerías como son tubos de barro se rompen a cada paso… aquellos conductos se llenan de cieno pestilente y a esta putrefacción atribuyen una gran parte de las enfermedades… En ocasiones no andan todas las pilas y se descomponen fácilmente… Los encargados del reparto prefieren enviarla a las casas en donde los gratifican… En el verano riguroso disminuye mucho el río Catuche… llegando a secarse enteramente el acueducto… En el receptáculo de las pilas se lavan las manos, meten las totumas y hasta bañan allí los caballos”. 

Otra opinión muy distinta la expone, en 1867, el botánico europeo Carl Sachs. En su famoso texto titulado Los llanos se refiere a las aguas del Catuche como “de buen gusto” y no duda de catalogarla de “potable”. Eso sí: era necesaria filtrarla. Veamos la cita: “Para purificarla en cada casa hay, montada en una armazón alta, una piedra ahuecada, a través de la cual el agua gotea lentamente para caer en una vasija de barro colocada debajo y llamada ‘tinaja’. En tal vasija el agua se conserva fresca, aun durante los más fuertes calores…”.

La pregunta salta a la vista: Si no tenías la renta para pagar una toma privada, ¿de dónde se podía tomar agua para las actividades domésticas en Caracas del siglo XIX?

 

Dibujo de Camile Pissarro

Buscar agua: “cruel necesidad”

En el impecable trabajo de Leszek Zawisza se ilustran —para el año 1869— los 17 puntos donde se podía abastecerse del vital líquido: 1) Puente de La Pastora; 2) Dos fuentes en la esquina de llamada Dos Pilitas; 3) Fuente de La Trinidad; 4) Esquina de Ferrenquin; 5) Esquina de Altagracia; 6) Dos fuentes en Plaza Bolívar (existían hasta 1865); 7) Plaza de San Jacinto; 8) San Lázaro (Corazón de Jesús a Hoyada); 9) Esquina Cruz Verde; 10) Santa Rosalía; 11) Llaguno a Bolero; 12) Cuartel Viejo a Balconcito (llamada Bejarano); 13) Esquina de Solis; 14) San Pablo (instalada en 1777, luego de mármol a partir de 1847); 15) Esquina Padre Rodríguez; 16) Esquina Los Angelitos; 17) Plaza de San Juan (fuente en forma de columna de piedra con relieve de león).

Imaginemos aquellas jornadas donde cientos de personas se aglomeraban en estas tomas públicas. Era una “cruel”, “calamitosa” y “angustiante” necesidad para la vida del caraqueño promedio, como se vislumbra en un editorial del Diario de la Tarde de 1869.

Mujeres, hombres y niños iban hacer la cola hasta en horas de la noche, acaso con la esperanza de que saliera un chorrito del vital líquido para llenar algunas tinajas. Se debía cocinar, lavar, asear la casa... En fin, calmar la sed, una sed histórica que recorre los siglos de nuestro pasado y de nuestro presente. Lo que comprueba de que la escasez de este recurso natural entre nosotros no es un asunto nuevo.

Cuando habla el testimonio, parece que la historia enaltece la emergencia del presente. Leamos: “Entonces acude a ellas una multitud de gente ansiosa, abigarrada, en toda clase de traje, de todas las edades y sexos, la cual grita, se atropella, mete un ruido infernal y se disputa con encarnizamiento el turno de tomar agua del chorro porque no hay presente uno o más celadores, el agua desaparece más bien que cogida, arrebatada, antes que caiga en el estanque”.

No olvidemos que en la Colonia —al no existir tantas tomas públicas— mujeres y niños debían exponer sus propias vidas yendo en las noches a recoger agua en el Anauco y Catuche. Agresiones incluso sexuales, por no haber ni alumbrado, ni caminos ni celadores suficientes en la ciudad. Porque, ¿podían los pardos y negros pagar los famosos “aguateros” que llevaban el agua en burro a domicilio? El agua era una mercancía más, fenómeno que no va a cambiar con el paso de las décadas…

Volvemos al editorial:

“En la pila de San Pablo y en la de Los Angelitos hemos presenciado varias veces estas escenas de desorden y rebatiña, provocadas por la dura ley de la necesidad y de la sed. Una gran cantidad de familias pobres, o por indigencia o por no exponerse a los percances y atropellos de las pilas, se contentan en beber y usar en sus quehaceres el agua cenagosa y malsana del Guaire, no menos turbia que la de Anauco, la cual tiene que colar las lavanderas para que no manche y ennegrezca la ropa”.

   

Cargar agua y lavar en los ríos de Caracas

Para viajeros como Pal Rosti entrar a la silenciosa Caracas despertaba melancolía. Cuando estuvo en 1861 en estos parajes, Rosti pudo ver “cual almas errantes, algunas negras —con largos y blancos velos en sus cabezas, que destacaban más aún la negrura de sus rostros— llevaban silenciosos algunos recipientes de agua o frutas a las casas de sus amas”. Esto se hacía desde principios del siglo XVII, según las crónicas reunidas por Enrique Bernardo Núñez y Carmen Clemente Travieso, especialistas en la memoria de nuestra ciudad.

Cuando no se podía recoger el agua en las pilas públicas, grupos de mujeres se iban al Anauco, al Catuche o al Guaire a lavar. La hora preferida era el día, porque así se podían tender las prendas en las piedras de los cauces bajo la luz del sol. Largas jornadas de dos a tres horas, dependiendo de la cantidad de indumentaria.

Niñas y niños, a veces ayudando, cantando o tendiendo al sol la ropa, acompañaban la faena; muchos aprovechaban las aguas para bañarse y… ¡jugar! Carl Sachs aporta un testimonio clave en 1867:

“El Guaire tenía por el momento justamente el agua suficiente para que el coro de negras lavanderas, remangadas hacia arriba, y en que en largas filas ocupaban la orilla, pudieran desempeñar su oficio. No pude menos que horrorizarme al observar la técnica empleada para el mismo. El procedimiento usual en Europa de fregar y estrujar con las manos es, en efecto, reemplazado, por demasiado penoso, extendiendo la ropa sobre una piedra chata y golpeándola y majándola con otra más pequeña hasta que ya no ofrezca más resistencia a la acción purificadora del agua. A causa de eso, se encuentran bastante frecuentemente pequeños agujeritos en la ropa, delicadamente labrados, y también mayores defectos”. 

Lavanderas en el Río Anauco. El Cojo Ilustrado. 1 de julio de 1895


La personalidad de la lavandera

Hubo momentos en el siglo XIX que lavar en el Anauco se convertía en una pesadilla. De hecho, es famoso el pleito entre el propietario de la hacienda cafetalera Antonio Mosquera y una representación de mujeres caraqueñas. Al parecer, cuando Mosquera activaba los molinos de agua para el riego de su plantación, dejaba el río sin una gota para el lavado. Según Núñez de Cáceres, lavar en el Guaire era contraproducente: amarilleaba la ropa porque su caudal era “turbio”, entre otras cosas porque “todos se bañaban allí”. 

Más recientemente, Margarita López Maya agrega un detalle curioso a esta faena del lavado: “Las márgenes del río Guaire se aprovechaban para cultivo de hortalizas y legumbres y también en algunos sitios, era lugar de encuentro de lavanderas. A orillas del Guaire se ven por doquier negras que limpian la ropa, golpeándola con toda fuerza sobre lajas y fumando ‘capadores’, tabaquitos malos que valen cinco céntimos”.

En el Cojo Ilustrado, revista con una riqueza gráfica invalorable, se registró este oficio doméstico con lujo de detalle entre 1892 y 1913 bajo el lente de fotógrafos como Eduardo Shael, Lessmann y Guinand. 

Cerramos este ensayo citando un breve texto que eterniza poéticamente la relación del lavado de ropa, los quehaceres domésticos y el trabajo de las mujeres caraqueñas en los ríos de la ciudad. Titulado “Lavanderas en el río Anauco”, el editor presenta así una arista de nuestra más preciada vida cotidiana: 

“Artículos de costumbres, reflexiones filosóficas, anécdotas salpimentadas, elemento alegre en la vida bohémica de las bohardillas, han provocado siempre las escenas del lavado y la personalidad de la lavandera. El lápiz de los dibujantes y la pluma de los costumbristas han ido también a las playas de nuestro Anauco a traernos el panorama de sus raudales coronados de espumas y ocultos los colores del verde césped de la orilla y los tonos que proyecta la arboleda, bajo múltiples colores de telas y ropajes. Esto, sin que haya habido cuidado en calcular, como han hecho los franceses, los gastos y productos de esa vieja industria: cada francés ensucia por término medio 2,50 kilos de tela por semana, de modo que hay que lavar 46.500 quintales de lienzo por año”. 

Antigua tarjeta postal de Venezuela. Lavanderas.
CARACAS  Colección de la Joyería "La Perla" - Nº 29



Fuentes: 


El Cojo Ilustrado. Caracas, Venezuela. Días consultados: 15 de mayo de 1892; 1 de agosto de 1983; 1 de julio de 1895; 1 de agosto de 1895; 15 de noviembre de 1897; 1 de septiembre de 1913.


Alejandro de Humboldt. Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Caracas, Monte Ávila Editores, Tomo 2, 1985. 


Leszek Zawisza. Arquitectura y obras públicas en Venezuela. Siglo XIX. Caracas, Ediciones de la Presidencia de la República, 1988. Tomo 2.


Elías Pino Iturrieta y Pedro Calzadilla. La mirada del otro. Caracas, Artesano Editores, Fundación Bigott, 2012.

Gerardo Rojas Benavides. Diversas miradas sobre el papel del río Guaire en la historia de Caracas. Trabajo para optar a Magister en Historia de Venezuela. Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 2015.


Mario Sanoja e Iradia Vargas. El agua y el poder. Caracas y la formación del Estado colonial caraqueño (1567-1700). Caracas, Serie Visión de América, Editorial El Perro y la Rana, 2017.


Enrique Bernardo Núñez. La ciudad de los techos rojos. Calles y esquinas de Caracas. Caracas, Edime, 1963.


Carmen Clemente Travieso. Las esquinas de Caracas. Ciudad de México, Talleres gráficos México, 1966. 

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