El Guaire no huele a flores
El imaginario de nuestras ciudades adquiere consistencia gracias a las palabras que lo nombran, una y otra vez, en el largo espectro de la cultura. Aquellos paisajes que son objetos de contemplación adquieren sentidos siempre cambiantes.
La novela de Mario Briceño Iragorry, Los Ribera (1957), muestra cómo la burguesía comercial y bancaria va desplazando, ya con más fuerza en el gobierno del general Juan Vicente Gómez (1908-1935), a la clase latifundista y terrateniente venezolana.
Dentro de esa mudanza económica y, por encima de todo, urbana, podemos atrapar chispas imaginativas que describan la naturaleza de las aguas del valle caraqueño y cómo sus habitantes se vinculaban a ellas desde sus puentes y arrabales marginales.
Iragorry ―al igual que el personaje de su novela― Alfonzo Ribera, era andino (Trujillo, 1897). El amor por la historia y los destinos nacionales llevarían al maestro a hurgar en el pasado para comprender la médula de nuestra identidad. Fue historiador, ensayista, diplomático y político. Publicó Tapices de historia patria (1936), Casa León y su tiempo (1946), Mensaje sin destino (1951), entre otras obras de gran valor. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1947.
La Caracas de la gente chic
Los Ribera representa un testamento existencial y filosófico del escritor ante la
oleada brutal que empezaba a representar el oro negro para nuestro país. De hecho, la escribe en el exilio entre 1952 y 1957 entre Costa Rica y España.
El caminar no sólo es un movimiento, sino también un registro sensitivo de nuestro cuerpo. Es una experiencia que se alimenta de nuestras percepciones. Es por ello que la figura del paseante, tanto el de ayer como el de hoy, actualiza el asombro colectivo ante aquellos repertorios geo-históricos que seguimos viendo.
El caminar no sólo es un movimiento, sino también un registro sensitivo de nuestro cuerpo. Es una experiencia que se alimenta de nuestras percepciones.
“La Caracas romántica”, escribe Iragorry, “con esa luz maravillosa que alumbraba a las cosas; la ternura y el sosiego de los aires; las voces alegres de los pregoneros de periódicos, de frutas, de billetes; el timbre melodioso de los tranvías; el sonoro y acompasado repique de las herraduras de los troncos, que arrastraban las lustrosas victorias y los pesados landós; la suave bocina de los automóviles…”.
El escritor trujillano ilustra la Caracas de la Bella Época, donde la alta sociedad citadina ventilaba los nuevos modos y hábitos de la gente chic. Para 1920, Caracas contaba con 5.495 habitantes.
Las alcantarillas de El Paraíso
Iragorry narra la vida de Alfonzo Ribera, 34 años edad, merideño de pura cepa, quien llega al valle de Caracas en 1918. Luego de viajar en recua desde los Andes y navegar por unos días desde Maracaibo, desembarcó en el Puerto de La Guaira ―administrado por los británicos― para ascender luego a la pequeña “París de Latinoamérica”.
El encuentro de un individuo, criado en las serranías merideñas y acostumbrado a sus aires campechanos… ¿Cómo vive ese avistamiento primerizo con la Caracas de la que todos hablaban? El autor revela la ironía regionalista en la voz de don Miguelito Fierro, amigo cercano de Ribera:
“―Yo se las planto en su propia cara a los caraqueñitos, para que no sean tan pretenciosos. ¿Qué es eso ―les dije una tarde, en la tertulia de la Plaza Bolívar― de cantar al Guaire, aprendiz de río, como el Manzanares madrileño, corriente perezosa, que apenas tiene aliento para arrastrar las horruras con que lo perfuman las alcantarillas de ‘El Paraíso’? ¡Río, el Chama, que baja de los páramos bravíos carajeando las altivas montañas!”.
―Yo se las planto en su propia cara a los caraqueñitos, para que no sean tan pretenciosos. ¿Qué es eso ―les dije una tarde, en la tertulia de la Plaza Bolívar― de cantar al Guaire…
El imaginario va haciendo su trabajo, incluso en la segregación del propio territorio: se van estableciendo discursos con intenciones nada agradables. Una zona exclusiva como la de El Paraíso muestra su doble costura, entre otras cosas porque ya Guaire que lo bordea en toda su extensión “ya no huele a flores”.
Cruzar los puentes
Otro episodio que vale la pena mostrar son los paseos del joven Ribera en el carro, modelo Hudson, hacia El Paraíso, urbanización relativamente nueva donde Cipriano Castro había construido años antes Villa Zoila. Zona para pasear y galantear; asistir al Club a jugar tenis y mostrar el traje a la moda…
Leamos:
“Al llegar el carro al puente ‘19 de diciembre’, los hermanos Ribera echaron pie a tierra, para hacer la acostumbrada caminata, que convertía el solitario paseo en agradable rendez-vous. Bajo la larga luz del puente discurrían las flacas aguas del Guaire y extendían su tierna verdura las empinadas cañas. A lo lejos, coronando la cercana visión de los lánguidos sauces y de los rojos techos de la vieja ciudad, empinaba su masa maravillosa el Ávila solemne”.
Bajo la larga luz del puente discurrían las flacas aguas del Guaire y extendían su tierna verdura las empinadas cañas…
En otro pasaje, Ribera describe así la ribera del Guaire a su paso por lo que hoy es Montalbán, Antímano, Caricuao y Las Adjuntas, emplazamientos donde aún se plantaba la caña de azúcar:
“El carro se deslizó suavemente sobre el flamante afirmado de la buena carretera. En Carapa, Antímano, Caricuao aparecían las grandes manchas verdes de los tupidos cañamelares. Don Vicente Ribera fue poniendo palabras descriptivas sobre las páginas del maravilloso paisaje (…) Los anchos y solitarios corredores de la gran mansión de Guzmán Blanco, cuando Antímano fue una especie de Versalles para el napoleónico delirio del autócrata. Después de pasar el puente sobre el manso Guaire, los olorosos trapiches del General Matos”.
En ambos pasajes el lector puede notar el protagonismo de lo campestre, pero envuelto en un halo maravilloso y exuberante, detalle que contrastará con las postales que sobre el mismo paisaje aporta Rómulo Gallegos en novelas como Reinaldo Solar (1930) y La Trepadora (1925).