El ¨flaco¨ y ¨manso¨ Guaire
Alfonzo Ribera, 34 años edad, merideño de pura cepa, llegó al valle de Caracas en 1918. Luego de viajar en recua desde Mérida y navegar por unos días desde Maracaibo, desembarcó en el Puerto de La Guaira ―administrado por los británicos― para ascender luego a la pequeña París de Latinoamérica.
¿La grandeza de Caracas será verdad?, se preguntaba Ribera. Ya en su memoria recordaba, con ironía regionalista, el detalle que don Miguelito Fierro le ofreciera sobre el mentado río Guaire:
“―Yo se las planto en su propia cara a los caraqueñitos, para que no sean tan pretenciosos. ¿Qué es eso ―les dije una tarde, en la tertulia de la Plaza Bolívar― de cantar al Guaire, aprendiz de río, como el Manzanares madrileño, corriente perezosa, que apenas tiene aliento para arrastrar las horruras con que lo perfuman las alcantarillas de ‘El Paraíso’? ¡Río, el Chama, que baja de los páramos bravíos carajeando las altivas montañas!”.
“La Caracas romántica”, escribe Mario Briceño Iragorry, “con esa luz maravillosa que alumbraba a las cosas; la ternura y el sosiego de los aires; las voces alegres de los pregoneros de periódicos, de frutas, de billetes; el timbre melodioso de los tranvías; el sonoro y acompasado repique de las herraduras de los troncos, que arrastraban las lustrosas victorias y los pesados landós; la suave bocina de los automóviles…”. La Caracas de la que todos hablan danzaba en los aires de la Bella Época, donde la alta sociedad ventilaba los nuevos modos de la gente chic. Para 1920, Caracas contaba con 5.495 habitantes.
Alfonzo había dejado el paisaje cafetalero y el negocio familiar para adentrarse en el nuevo mundo de las concesiones petroleras de las que su padre, don Vicente Ribera, abogado e influyente comerciante, sacaba grandes beneficios gracias a su cercanía al general Juan Vicente Gómez.
El paisaje de Ribera
El imaginario de nuestras ciudades adquiere consistencia gracias a las palabras que lo nombran, una y otra vez, en el largo espectro de la cultura. Aquellos paisajes que son objetos de contemplación adquieren sentidos siempre cambiantes.
La novela de Mario Briceño Iragorry, Los Ribera (1957), muestra cómo la burguesía comercial y bancaria va desplazando, ya con más fuerza en el gomecismo, a la clase latifundista y terrateniente venezolana.
Dentro de esa mudanza económica y, por encima de todo, urbana, podemos atrapar chispas imaginativas que describan la naturaleza de las aguas del valle y cómo sus habitantes se vinculan a ellas desde sus puentes o arrabales marginales.
Iragorry, al igual que su personaje Alfonzo Ribera, era andino (Trujillo, 1897). El amor por la historia y los destinos nacionales llevarían al maestro a hurgar en el pasado para comprender la médula de nuestra identidad. Fue historiador, ensayista, diplomático y político. Publicó Tapices de historia patria (1936), Casa León y su tiempo (1946), Mensaje sin destino (1951), entre otras obras de gran valor. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1947.
Los Ribera representa un testamento existencial y filosófico del escritor ante la oleada brutal que empezaba a representar el oro negro para nuestro país. De hecho, la escribe en el exilio entre 1952 y 1957 entre Costa Rica y España.
El caminar no sólo es un movimiento, sino también un registro sensitivo de nuestro cuerpo. Es una experiencia que se alimenta de nuestras percepciones. Es por ello que la figura del paseante, tanto el de ayer como el de hoy, actualiza el asombro colectivo ante aquellos repertorios geo-históricos que seguimos viendo.
Sobre los puentes caraqueños, por ejemplo, ¿cuáles son las imágenes compartidas entre nosotros? La literatura criolla bien puede ayudarnos.
El Guaire manso
El joven Ribera fue de paseo con su hermano Carlos en el carro, modelo Hudson, hacia El Paraíso, al sur de la ciudad, urbanización relativamente nueva donde Cipriano Castro construyó Villa Zoila años antes. Zona para pasear y galantear; asistir al Club a jugar tenis y mostrar el traje a la moda…
Leamos:
“Al llegar el carro al puente ‘19 de diciembre’, los hermanos Ribera echaron pie a tierra, para hacer la acostumbrada caminata, que convertía el solitario paseo en agradable rendez-vous. Bajo la larga luz del puente discurrían las flacas aguas del Guaire y extendían su tierna verdura las empinadas cañas. A lo lejos, coronando la cercana visión de los lánguidos sauces y de los rojos techos de la vieja ciudad, empinaba su masa maravillosa el Ávila solemne”.
En otro pasaje, Ribera describe así la ribera del Guaire a su paso por lo que hoy es Montalbán, Antímano, Caricuao y Las Adjuntas, emplazamientos donde aún se plantaba la caña de azúcar:
“El carro se deslizó suavemente sobre el flamante afirmado de la buena carretera. En Carapa, Antímano, Caricuao aparecían las grandes manchas verdes de los tupidos cañamelares. Don Vicente Ribera fue poniendo palabras descriptivas sobre las páginas del maravilloso paisaje (…) Los anchos y solitarios corredores de la gran mansión de Guzmán Blanco, cuando Antímano fue una especie de Versalles para el napoleónico delirio del autócrata. Después de pasar el puente sobre el manso Guaire, los olorosos trapiches del General Matos”.
En ambos pasajes el lector puede notar el protagonismo de lo campestre, pero envuelto en un halo maravilloso y exuberante, detalle que contrastará con las postales que sobre el mismo paisaje aporta Rómulo Gallegos en novelas como Reinaldo Solar (primera edición con el nombre de El último solar en 1920; con añadiduras y nuevo título en 1930) y La Trepadora (1925).